A veces me levanto a las dos de la mañana,
irremediablemente marginada
por la pobreza extrema que me da tu ausencia.
A veces me despierta tu voz que es como un pan caliente
y hago proselitismo a tu favor
con largos manifiestos que me entrego
para ganar el triunfo de tenerte.
Pero luego entra el sol y entran las ganas
de no causar disturbios y vivir
y dejarte vivir como Dios manda.
Hoy me mandé un exhorto, un ultimátum.
Y recibí el encargo de matar tus cartas,
de dispersar con bombas molotov
cualquier conato de recuerdo tuyo,
llegando incluso, si se hace necesario,
a secuestrar tus besos y esposarlos
vivos, muertos o agónicos, no importa.
El caso es que no agiten y se queden
esperando sentencia unos veinte años
en una cárcel clandestina
donde mi corazón nunca los halle.